Por: Agustina Bascialla
«Donde hay espacio para uno, no hay espacio para dos. Partiendo de esta premisa, se relata una experiencia de integración escolar en la que se van dando una serie de acercamientos que permiten a un niño pasar de estar consigo mismo a estar con el otro. Las patologías graves nos interpelan en este recorrido: ¿cómo hacer lugar? Para que un niño pueda tener un lugar en el conjunto, hay una tarea previa: debemos encontrar el modo de encontrar, nosotros, un espacio en el campo del niño.»
La siguiente presentación se trata de un caso de Integración Escolar en el marco de una institución que brinda servicios en salud y educación, con asistencia terapéutica y acompañamientos escolares.
Mi trabajo se sostuvo con supervisiones semanales y quincenales. Estos espacios forman parte del dispositivo de trabajo de la Institución.
Andrés tiene 4 años de edad, vive con sus padres y su hermana mayor de 7 años. Lo conozco en la institución para la cual trabajo con el objetivo de poder contarle quien era yo y así tener un primer encuentro antes de comenzar en la escuela.
Empezamos el Jardín
Andrés entra al jardín traído por alguno de sus papas, muchas veces en brazos, otras dormido y algunas pocas caminando. Es recibido por su señoacerca hacia mí para que sea yo quien lo lleve hacia el patio de saludo a la bandera. Lo conocen desde sala de 2 y fueron ellas quienes empezaron a notar que “algo raro pasaba”. Me cuentan que no jugaba, que no miraba, que no podía estar con otros nenes de la sala y que deambulaba mucho. Me empiezan a contar que le gusta mucho comer, “come, come y no para de comer”.
El primer día de clases, Andrés entra y pasa de largo. Pareciera no registrarme y va derecho al patio. Ahí como en la sala, da vueltas sobre su eje indefinidamente. Recorre el espacio, revisa canastos con pelotas o simplemente se queda mirando el diseño de osos que hay en una pared. Pared que recorrerá durante todo el año con su mirada, cuerpo y hasta con su lengua.
En la sala como en el patio, no puede permanecer quieto, revisa cada rincón, cada organizador y caja de juego. No puede participar de la ronda de saludo y se muestra siempre por fuera de las diferentes escenas escolares. Por fuera de la fila de saludo a la bandera, por fuera de las rondas de trabajo, por fuera del sector de juegos. Andrés se muestra en la periferia, la recorre y por momentos muy cortos mira para ver que está sucediendo allí, a su alrededor.
No habla, solo emite sonidos como tarareando y puede pasar de la risa al llanto rápidamente. Por momentos permanece quieto y en otros sale corriendo, como eyectado… Cuando corre se ríe y termina sobre un banquito, o acostado con movimientos repetidos contra el piso. En estos momentos es muy difícil poder acercarse a él, se queda solo con su cuerpo y las sensaciones que este le puede dar.
En los primeros encuentros con Andrés observo que cuando llega, agarra un juguete de cada organizador para mirarlo, bordearlo con su cara y dejarlo sobre la mesa. Pasa segundos con cada uno de ellos y va dejando lo que parece un camino, marcas de su recorrida. No se detiene demasiado tiempo en ellos, no los hace interactuar y los recorre con la mirada y con la lengua, acercándoselos a la cara en un roce con sus cachetes. Después de agarrar cada objeto, los apoya en la mesa de trabajo, uno al lado del otro.
Andrés pareciera no soportar la cercanía de los cuerpos; donde hay espacio para uno no hay espacio para dos. No mira a sus compañeros de sala, pasa por al lado asegurándose no tocarlos. Por momentos me pregunto si tiene algún registro de ellos para luego darme cuenta que sus movimientos son bien calculados; se asegura no chocarse, no acercarse a nadie.
Conmigo la historia no es diferente. La demanda de la escuela es que yo estoy ahí para que Andrés pueda involucrarse, aprender, armar vínculos pero yo me encuentro con un inconveniente: ni yo me puedo acercar. Cuando me muevo dos pasos, él da 3 más para el otro lado. Cuando muestro intención de juego o de cercanía, se las ingenia para evitarme. Da vueltas a las mesas o sale corriendo, se muestra ensimismado. Me dejaba plantada con mis ideas, mis propuestas. Pienso, me angustio y vuelvo a pensar cómo hacer para alejarme sin dejarlo solo.
Primeros pasos para adelante, o para atrás
Tras las repetidas veces que Andrés me muestra que si me acerco él se aleja y después de varias supervisiones, decido que me voy a quedar sentada, lo más quieta posible. Voy a mirarlo a él y voy a mirar también lo que hacen los chicos. Me muestro interesada en ambas cosas pero mis movimientos son imperceptibles, mis tonos de voz son casi susurros. Por momentos siento que me tengo que mostrar como algo inanimado. Soporto un poco la angustia y me quedo ahí como una roca. Una roca disponible.
Tendré durante todo el año una sillita al lado de las mesas de trabajo, junto con otra sillita igual y una mesa que solo sirve para apoyar cosas. Me ubico en una frontera, borde entre Andrés y los niños, las tareas, las rondas. En pocas palabras, la escena escolar.
Empiezo a notar que Andrés puede comenzar a acercarse a los baldes con juguetes que hay al lado de mi sillita. Me tienta moverme e interactuar pero me contengo.
Toma un autito y lo desplaza de una punta a la otra de la mesa, haciendo lo que para mí eran sonidos de carrera. Me atrevo a tomar otro autito y como “en la mía” empiezo a hacer lo mismo, imitando sus sonidos. Andrés sostiene la escena, sigue con su auto. No se aleja, no se va. Cambio y agarro un tren, lo muevo y solo hago sonidos. Él parece no registrar nada de lo que hago, pero sostiene la cercanía de los cuerpos y me comparte su mesa. Me retiro y vuelvo sentarme en mi sillita. Me siento y espero, lo espero. Me sorprende ver que sigue agarrando cosas del canasto, se acerca y sin mirarme me da un demonio de Tasmania. Me entusiasmo con la situación y muevo del demonio como “jugando”. Error, Andrés se aleja. ¿Volvemos a empezar? Decido quedarme sola jugando con el demonio de Tasmania.
Un bien de intercambio
Sostendré mi posición de estar sin estar todo el año de trabajo. Seré algo inanimado que de vez en cuando aparece, fugaz, de a ratitos. Los espacios de supervisión me ayudan a poder soportar mi propia angustia y se construye la idea que tengo que estar ahí, ofreciéndome todo el tiempo pero con mucho cuidado.
Andrés ya no se aleja de mí, puede sostener mi presencia sin que se le vuelva algo intrusivo. Sabe que no me voy a mover más de la cuenta. Comienza a mirarme por momentos, por segundos.
Sosteniendo mi posición y sentada en mi sillita, Andrés comienza a tomar los juguetes pero esta vez hace algo diferente. De ubicarlos en la mesa pasa a dármelos en la mano. Yo se los recibo y hago aquello que hacia él: los ubico en la mesa y en fila. Tomará un juguete, lo pondrá en la mesa, tomara otro y me lo dará. Esta vez es mi turno de ubicarlo en la mesa. Me acuerdo de aquella primera vez donde quise tomar un poco más de lo que él me daba. Me acuerdo y aprendo. Ahora cada movimiento es en silencio, solo los apoyo y espero el turno de él.
Más adelante podremos pasar a que yo le ofrezca un juguete y sea él quien lo acepte. Estos movimientos me permiten poder pensar en maniobras que tengan que ver con la escena áulica.
Andrés todavía se mantiene por fuera y en los momentos de juego libre se queda solo, fundido con el piso, sintiendo su cuerpo. Pareciera que no tiene donde ubicarse en estos momentos donde todos están por todos lados, la sala es chica y ¡hay invasión de juguetes!
El intercambio que comienza a tener lugar conmigo me permite poder transferir esto a los momentos de juego grupales. Teniendo en cuenta aquello que más le gusta, tomo daquis y decido empezar a jugar con ellos. Ubicada en mi sillita, con una tapa sobre mis piernas comienzo a armar torres. Andrés da vueltas alrededor, está cerca pero lejos, hasta que ubica un daqui sobre el mío. Repetirá esta escena varias veces hasta armar una torre completa. Yo, en silencio.
Seguimos siendo dos hasta que un compañero también se interesa en la torre que estoy armando. Va y viene, se acerca y se aleja. Yo lo espero y sigo armando. El compañero también interviene y construye conmigo. Andrés se sigue acercando y alejando, hasta que toma un daqui y lo ubica en la torre. Ahora ya somos tres.
Adentro y afuera
En paralelo a esto, comienza a irrumpir en las rondas de saludo. Se lo observa entrando y saliendo. Se para en el medio, mira y se va. Podrá, invitado por su seño, sentarse acompañado por algún juguete y por mí.
La seño puede hacer lugar a aquello que necesita y nunca deja de invitarlo, de avisarle que él tiene su lugar y lo hace partícipe de las actividades. Algo nuevo comienza a aparecer: Andrés esta por fuera pero atento a lo que sucede en la ronda. Es que los niños están buscando sus nombres y pegándolos en el pizarrón.
La seño sabe que Andrés mira, se da cuenta que algo de los nombres le interesa. Armara algo para él, que quizás lo incluya en el conjunto: tiene su cartel con el nombre hecho con letras grandes. Así comienza a acercarse a la ronda con el solo propósito de encontrarse, de ubicar su nombre y hacer marca en el pizarrón. Pizarrón que luego usará para hacer dibujos y despegar algo que la seño había dejado: el día, la fecha, el clima…
Continúa mostrando dificultades para estar con otros pero ya no evita, ya no se aleja. Por momentos muerde, por otros pellizca, si un compañero tiene un juguete que quiere él, se acerca y se lo saca.
Andrés empieza a aparecer, se hace presente con sus reacciones acompañadas por el NO a todo. El otro pregunta, ofrece y él responde “No”. Mira y se reafirma con un claro “No”.
Ni las galletitas se salvan. Andrés puede hacer lugar a la diferencia y pasa de comer cualquier galletita, casi sin masticar, una tras otra, a poder pedir solo galles rellenas. Las abre, come el relleno y deja a un costado las tapas. Luego, pedirá que sean de chocolate.
¿Dónde está Andrés?
Es noviembre y en el patio de juegos también se observan cambios. Andrés deja de estar solo, esforzándose por evitar todo contacto con sus compañeros y seños. Ahora, quiere las hamacas y pedirá por ellas. Otras veces correrá para llegar primero. Los compañeros lo hamacan, él sonríe.
Las señoritas del jardín lo empiezan a ver más alto, “ese corte de pelo lo hace más alto, como más grande” dirán. Ya no le hacen upa, no lo tienen sentado arriba de sus piernas.
Llega fin de año y yo no lo veo. Vuelvo del patio, entro a la sala y no lo encuentro en el lugar que estaba siempre. Me asusto hasta que su señorita me dice: “esta acá”.
Ahí estaba Andrés, sentado en la ronda… “perdido” en el conjunto.
Regular Division of the Plane with Birds, M. C. Escher (1949).
Nota: el material desarrollado, respeta la lógica del caso, pero porta las transformaciones necesarias para sostener la discrecionalidad y reserva correspondientes a cada abordaje clínico.