Por: Equipo de supervisores de CERCA
Las escuelas suelen requerir en la actualidad del apoyo y acompañamiento de profesionales provenientes del campo de la salud
(AE) para la inserción y/o inclusión escolar de aquellos alumnos/as que así lo justifiquen. Los procesos de integraciones escolares, entonces, se encuentran en el entrecruzamiento de dos sistemas heterogéneos: el ámbito de la salud y el de educación.
El derecho a la Educación de los alumnos que requieren de Acompañantes Externos queda garantizado por el Sistema de Salud. Para que un niño/a acceda al recurso de un profesional que ingrese al Sistema Escolar desde el Área de Salud se requiere de un Certificado de Discapacidad, que obliga a las obras sociales y prepagas a brindar la cobertura del Módulo de Apoyo a la Integración. Aquí se produce un engranaje complejo entre Salud y Educación. La indicación de un/a acompañante externo (AE) para sostener la trayectoria escolar de un niño/a en la escuela puede surgir desde la escuela misma o desde los profesionales que trabajan con ese niño o esa niña en diversos tratamientos. Sin embargo, en todos los casos, la derivación debe provenir del médico, ya sea neurólogo, psiquiatra o pediatra. Y de la mano de esa prescripción suele ingresar el o la AE a la escuela.
Sin embargo, no existe ningún cargo ni función en la organización escolar para ese acompañante, que tal como lo indica su denominación, es externo a Educación. Entonces lo central es entender que ese lugar hay que construirlo en cada oportunidad. Si bien la inclusión es uno de los ejes centrales de las políticas educativas, las lógicas de las escuelas pueden llegar a ser segregativas. Cada vez, en cada integración, un acompañante deberá alertarse del lugar en el que es colocado por la institución y los diferentes actores institucionales para trabajar así en la búsqueda de las estrategias para la construcción del mejor lugar posible. Esto supone el respeto por las normas y la cultura de esa escuela tanto como el tejido de los lazos con sus actores: directivos, docentes, equipos técnicos de orientación, auxiliares, maestros especiales.
Lejos de plantearse como un trabajo individual y personalizado con cada alumno o alumna, se concibe la integración como el facilitamiento de los movimientos necesarios, tanto por parte de la institución como del alumno y su familia, para que ese niño o niña pueda quedar incluido en el conjunto de los alumnos, con el respeto y contemplación de sus posibilidades y potencialidades. Una buena pregunta para pensar la función del acompañante puede ser la siguiente: ¿Quién es el agente de la operación de integración? De seguro, no se tratará del AE.
El dispositivo de supervisión
Los procesos de integración están atravesados por las demandas de los diversos actores: la escuela a la que concurre el alumno/a, los equipos de orientación, los padres, las escuelas de educación especial, los profesionales tratantes; sin perder de vista las propias expectativas de los acompañantes junto a las de su equipo. Todos estos actores ponen en juego un conjunto de tensiones. Estas tensiones son algo constante, producen efectos y por lo tanto necesitan ser revisadas.
Estas tensiones dejan un resto que a veces toma la forma de malestar, de encrucijada, o de desorientación. Sin este trabajo, que es el eje de la supervisión, probablemente el AE “actúe” ese resto, compelido a satisfacer esas demandas, muchas veces produciendo un forzamiento sobre el niño/a, sin quererlo y sin advertirlo.
Entonces, no se trata de responder, ni de rechazar, sino de situarlas coordenadas y pensar las estrategias para intervenir. La cuestión de la demanda sumada a lo que se le pone en juego subjetivamente al AE en cada integración (con el niño/a, con la escuela, con el docente del aula, con los padres)nos orienta para plantear la necesidad de un trabajo con la propia posición.
El dispositivo de supervisión constituye una posibilidad de armar una terceridad que intenta romper lazos «de a dos» que tienden a transformarse en algo personal; acotando efectos de alienación con la tarea. Este dispositivo intenta evitar que el AE quede capturado en las escenas, y de ese modo, tomar la distancia necesaria que le permita ubicar algunas coordenadas de los aconteceres de esa integración.
El trabajo de supervisión es el espacio simbólico que se arma desde un lugar que está afuera de la escuela para pensar el trabajo allí dentro. Es el relato de lo que cada acompañante recorta de su experiencia, y la escucha de alguien que no está implicado directamente en la escena. La regularidad de hacer pasar el propio trabajo por la escucha de otro produce efectos en lo cotidiano de la tarea. La frecuencia quincenal responde a una lógica que no es la de la urgencia, no obstante ésta es alojada en ese espacio si surgiera.
Este soporte aspira a que aquello que acontece diariamente pueda reducirse y formalizarse en coordenadas precisas que dan cuenta de un trabajo clínico. O sea, que ese recorte tenga efectos de corrimiento de lo anecdótico para poder ubicar los procesos y construir la lógica en juego en cada integración.
Es preciso pensar cada vez, qué autoriza nuestra presencia al lado de un niño. Para ello, es necesario un primer momento donde la prudencia en las intervenciones nos dé el tiempo para conocerlo y entender qué le está pasando, qué necesita de nosotros, qué favorece su inclusión y qué lo expulsa. Una mirada a la particularidad de cada niño, atenta a los detalles, a los gestos, a las sutilezas, orientada por el psicoanálisis puede aportar a la inclusión de un niño en la vida escolar.
Respecto de la división forzada de los campos de incumbencia entre lo emocional por un lado y lo pedagógico por el otro, se tratará cada vez de centrar el acompañamiento en referencia a los lazos de pertenencia a la vida escolar, acercando propuestas que reorienten al niño a la escena pedagógica, aquella que dota de sentido el estar en una escuela.